Casa rural
Después de cinco horas alejándonos de Madrid, llegamos a Montealea, Asturias. Nos recibe don Antonio, un hombre conversador al que le entendemos la mitad de lo que dice. Con él pusimos a prueba nuestro nivel C1 de asturiano y fallamos. En algunas ocasiones reímos y asentimos cuando comprendemos que terminó su oración, esperando que lo que sea que haya dicho no haya sido un comentario que exige respuesta.
Don Antonio es nuestro anfitrión. Le alquilamos por el fin de semana la casa de dos pisos anexada a su hogar, en un monte en medio de la nada. Un lugar ideal. El clima es frío, a pesar de que el verano llegó hace días. La niebla es constante. Adondequiera que se vea, todo es blanco y verde. Huele a leña. Solo se escucha el viento y algún lejano cencerro de los animales que pastan libremente por ahí. Nadie pasa por aquí. Estamos en una parte de la España vacía. Las casas de alrededor, abandonadas, se están derrumbando.
Nos comenta Antonio que quedan muy pocos vecinos por la zona y que solía alquilar, muy esporádicamente, su propiedad a algunos conocidos, pero alguien le dijo que publicara su inmueble en Booking, y desde entonces ha empezado a fluir el turismo en este punto que se encuentra a varios kilómetros de distancia del McDonald's más próximo. A través de esa plataforma supimos de este lugar.
Aquí la vida pasa lenta, tranquila. Dedicamos un tiempo considerable a discutir si podríamos vivir en un sitio así, alejados de la urbe. Los hombres podríamos sin duda; las mujeres necesitan ciudad y movimiento. Hay moscas por todos lados, quizás por la cantidad de bosta que dejan las ovejas por ahí. Estamos en la cocina, en la planta baja. Cocinamos y hablamos lo que se conoce popularmente como paja pareja. En el piso de arriba suenan las pisadas de Kala, que sigue explorando y olfateando el territorio. Cenamos un queso de orégano con miel y vino que algún paciente le regaló a Jota y lo rematamos con tortillas mexicanas.
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Amanece y nos desplazamos hasta Cangas de Onís. Íbamos a ir a los Lagos de Covadonga, pero la niebla cubre toda la región y los que venden los tickets de autobús nos dicen que no vale la pena, así que nos quedamos paseando por el pueblo. El clima es perfecto. Desde la cima del puente romano que atraviesa el río Sella vemos columnas de humo salen de las chimeneas de las casas de piedra y techos de teja regadas por las montañas. Lo único que destroza la armonía del lugar a las diez de la mañana es un reguetón viejo (Por qué te demoras de Plan B) que suena a todo volumen. Sale de un restaurante lleno de ancianos, que presumo que tampoco lo deben estar disfrutando demasiado. Debe ser la arbitrariedad de alguno de los jóvenes mesoneros.
«Qué arrechos son los romanos», dice Jacky en el puente, que todavía resiste en pie tan lejos de Roma. Pero hemos sido engañados, no es una obra romana. Sí hubo una aquí alguna vez, formaba parte de la calzada romana, pero esta es una reconstrucción, más reciente, probablemente del siglo XIII, según la investigación que hago en la primera página de Google.
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Comemos en un restaurante llamado Picu la vieya, por si le sirve a alguien la recomendación. Una parada de carretera de comida rica y de buenas porciones que nos había recomendado don Antonio. Pedimos fabada y cachopo. Y desde entonces se nos quitaron las ganas de innovar; nos vamos por lo seguro y pedimos lo mismo en cada restaurante.
En el carro me río como un idiota, de una idiotez por supuesto. Intentaba explicar un meme que empezaba con un: «Cuando estás en el hospital y te dicen que la operación salió bien…». Pero en cada oportunidad era incapaz de llegar al final de la frase porque me volvía a dar un estúpido ataque de risa como no me había dado en mucho tiempo.
«…Y entra el elenco de los Avengers a la habitación», es el final del patético meme.
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La tierra ruge. Estamos en Bufones de Pría, en un acantilado frente al Cantábrico. El ruido es causado por el mar, que ola a ola, erosiona la piedra caliza y va formando grietas y ‘chimeneas’ bajo el suelo. Cuando el agua embiste con fuerza la pared, empuja el viento por esas tuberías naturales y sale un denso silbido por el otro lado. Cuando el mar está violento, no solo sale aire a presión, sino que escupe agua que puede llegar a los veinte metros de altura, a cincuenta metros de la orilla. Pero ahora el mar está tranquilo. Nos sentamos en el bode para compartir un mate. Y se nos unen D. y J., que vinieron juntas desde Logroño.
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De vuelta a la casa, J. pregunta por la clave del wifi. El resto se ríe, porque es una pregunta demasiado citadina. No es necesario. Y aunque lo fuese, no hay internet en el medio de la nada. Con suerte el teléfono recibe señal. Antes de dormir destapamos algunas cervezas y jugamos Dixit, un juego de mesa para descubrir qué tan psicópatas son tus amigos.
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Como es costumbre después de cada 24 horas, vuelve a amanecer. Desayunamos arepas. Somos un gentío en la cocina y me agrada. D. puso a sonar Simón Díaz en las cornetas para venezolanizar aún más la escena. El que no está cocinando, come. Y el que no está comiendo, se prepara para la salida de hoy. Vamos a hacer el descenso del Sella. Nos cuesta llegar porque en esta pequeña red de carreteras que conectan la morada de don Antonio con el resto de la civilización se organiza un rally, y los caminos están bloqueados. Los locales nos explican cómo salir del laberinto, pero sólo Waze nos ilumina. Que el señor Internet lo tenga siempre en su gloria.
Hace frío y nos esperan cuatro horas en una canoa río abajo. Nos dan trajes de neopreno para mantener el calor corporal. Hay varios chiringuitos a lo largo del camino, así que estacionamos las naves en una orilla y nos dedicamos a la sidra. La ruta es espectacular.
Antes de que se acabe el día visitamos Llastres y luego regresamos a Cangas de Onís para que D. y J. lo conozcan.
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El último día visitamos Bulnes, un pueblo diminuto metido en medio de los Picos de Europa y al que no pueden acceder los vehículos. Las únicas opciones son: subir caminando durante hora y media por un camino que serpentea el valle, o utilizar un funicular subterráneo. Esta última es la opción más veloz, con una duración de 7 minutos. Y también la más cara —22 euros ida y vuelta—. Pero lo que vale la pena de este lugar son las vistas. Nosotros caminamos. Arriba, coronamos el remoto pueblo con las respectivas fabadas y cachopos. De bajada, el grupo se divide. Los que conducen bajan por la vía rápida para descansar. El resto usamos las patas. Abajo los vehículos se separan y cada quien retoma su camino. Mañana, lamentablemente, hay que trabajar.
No hay garantías de ningún tipo, pero Venezuela vuelve a encontrarse ante la posibilidad de un cambio de régimen. El próximo 28 de julio, en unas elecciones que no son «ni libres ni justas», los venezolanos decidirán quién dirigirá al país durante los próximos seis años.
Sobre este escenario inédito —en el que, por primera vez en 25 años de chavismo, la oposición se mide con una enorme ventaja—, estuve conversando con Leopoldo López.