Efímero encuentro escalofriante
Esmeralda estaba expuesta en el escaparate. Estaba engomada, evidenciaba el escote escarlata entreabierto.
Él, en el exterior, espiaba esa erótica escultura exhibicionista, embelesado.
El espectador estudiaba estrategias. ¿Encararla? ¿Evitarla?
Entretanto, esnifó éxtasis.
Eligió entrar.
Exigiría explorarla.
—Enhorabuena. Estás exquisita— elogió él.
Ella, experimentada, escrudiñó el estilo.
—Eh, ¿estás extraviado? Esa estética expresa estrechez económica— especuló ella.
En efecto, él estaba empobrecido.
—Escucha, ensoñador: encamarse es encargo encarecido, ¿entiendes? Esfúmate enseguida— expresó exhausta.
Él evitaba evacuar, enmudecido en el escarnio.
—Entrégate, engreída— enunció él.
—Estás errado, enfermo.
El energúmeno estaba eufórico, encaprichado; el estupefaciente estaba excitándolo en extremo.
En eso empuñó espada escondida.
Ella estaba enteramente espantada; eludiría esa escena.
Entonces él, esgrimiendo estacada en el estómago, evitó el escape.
Estremecida, ella exhaló.
«Esmeralda, eternamente encantadora», exalta el epitafio.
—Es extraño, él era evangélico— enfatizó en enero esposa en entrevista exclusiva—. Estaría endemoniado, exculpen esos excesos.