El tiempo en mi memoria se organiza por fechas bisagras. No tengo la capacidad de recordar con exactitud cuándo ocurrió algún hecho, como podría ser el lanzamiento de una canción o una noticia, pero puedo ubicar la época identificando si lo que intento rememorar sucedió, por ejemplo, antes de terminar el colegio, o cuando me cambié de carrera, o durante la pandemia o después de de migrar.
No había terminado el bachillerato cuando Venezuela comenzaba su abrupta caída —o quizás cuando yo recién empezaba a ser consciente de eso— y miraba con admiración a mi hermana, ya universitaria, que acompañaba en las protestas a los profesores de su universidad que exigían sueldos que les permitiesen un mínimo de vida digna. Yo también quería participar. Hacer algo y aportar mi grano de arena para no sentirme inútil en un país que se venía abajo.
En mi primer semestre de la uni, Leopoldo López y María Corina Machado convocaron La Salida, y fue la primera protesta a la que asistí con verdadera consciencia política. Asistir era mi forma de expresar que a mí nada de lo que estaba pasando me gustaba, que necesitaba un cambio.
El punto de partida era justo al lado de mi universidad y recuerdo ir con unos amigos justo después de la clase de Mate de los miércoles. El gentío en ese tipo de situaciones es abrumador, en el buen sentido de la palabra. La multitud con pancartas. Los gritos de los grupos estudiantiles que se mezclan con los de los vendedores de agua. El ruido de tanta gente que, como yo, estaba harta.
Caminamos hasta el centro de la ciudad, como si las calles nos pertenecieran. Fuera de la Fiscalía oímos a Leopoldo pedir que nos marcháramos a casa, y me devolví con mis amigos por donde habíamos venido.
Era un escenario raro. Las avenidas por las que nos habíamos desplazado ahora estaban vacías. No nos sentíamos seguros entre la muchedumbre, sino vulnerables, andando solos en una zona en la que, por decisión política, pertenecía al chavismo. Algunas patrullas policiales se dirigían a toda velocidad al sitio que habíamos abandonado minutos atrás.
De vuelta a la facultad de Arquitectura, Jacky, que todavía no era mi novia y que sabía que habíamos asistido a la marcha, me pregunta cómo estábamos; corría el rumor de que habían asesinado a un estudiante. «Eso es mentira», le dije yo. «Estuvimos allí recién y no pasó nada». Pero enseguida vimos en Twitter que había muertos.
La policía disparó contra los estudiantes que se habían quedado en el lugar y Bassil Da Costa, alejándose, recibió una bala que le quitó la vida antes de caer al suelo.
Ese 12 de febrero está marcado a fuego en mi memoria.
Los vecinos de la zona grababan desde sus balcones y las imágenes se viralizaron. Desde entonces ha sido imposible para mí borrar de mi mente cómo su cuerpo, ya sin vida, se desliza sobre el asfalto, empujado por la inercia con la que corría mientras escapaba de los tiros de los represores.
Para mí, Bassil era un tipo grande cuando murió. Tenía 23 años, cinco más que yo. Y ahora que lo supero por otros cinco me parece que lo mataron siendo un chamito. Diez años han pasado. Y cómo me frustra que las cosas solo hayan empeorado.
Por todo lo que sucedió a continuación, el día en el que mataron a Bassil representa una de las fechas bisagras más grandes de mi vida.
Muy bueno tu artículo Andrés!!! Lamentablemente no es un relato de la ficción. Fue lo que pasó, fue la realidad que decidió el rumbo de miles y miles de familias dispersadas por el mundo. Y esa fecha es bisagra para muchos de quienes vivimos ese proceso.!!!!
Querido amigo, siempre es grato leerte aunque el texto sea un recordatorio de cómo nos han arrebatado nuestro país. ¡Gracias por compartir relatos que forman parte de nuestra historia!