El otro día se me dañó la bici a mitad de camino y aunque pedaleaba, no lograba avanzar. Algo que genera la misma frustración que la de esos sueños en los que uno tiene que pelear para defenderse, pero solo alcanza a lanzar unos débiles golpes, como estando bajo el agua.
Me tocaba llevarla a reparar, pero tengo un pequeño ‘trauma’ con los talleres y sus mecánicos. Siento que todos me van a joder. Una sensación que se debe exclusivamente a mi ignorancia en el asunto, una inseguridad que desarrollé cuando comencé a manejar en Venezuela.
Más de una vez me quedé accidentado, pero siempre me limitaba a abrir el capó y echar un ojo. Era importante que los otros conductores desconocidos supiesen, con mi mirada determinada hacia el motor, que yo sabía lo que estaba haciendo. Aunque en realidad solo movía los bornes con la esperanza de que esa fuera la solución definitiva. Si eso no lo arreglaba, todo quedaba en manos del señor. Del mecánico, digo. Y que fuese lo que él quisiese.
La tarifa del conocedor
En una época inflacionaria en la que los precios cambiaban todos los días, no había manera de tener una noción de lo que era justo o lo que era caro, así que, dijeran lo que me dijeran, era una víctima perfecta.
Entraba un niño con el carro de papi al taller y yo podía leer el pensamiento que se formaba en la mente de los mecánicos: «Hoy cenamos langosta».
No me regodeo de mi ignorancia, pero tengo que dejar clara la primera premisa de este silogismo: el desconocimiento se castiga y a quien sí sabe no lo joden fácil. O al menos a quien aparenta saber.
El costo de apearse
En ciertas zonas de las carreteras venezolanas, son típicos los puestos a pie de calle en los que los habitantes venden alimentos: quesos, casabes, y todo tipo de frutas. Los locales salpican la vía con policías acostados (creo que se dice badén en España) para que los conductores reduzcan la velocidad y puedan ver la mercancía con detenimiento. Siempre son varios puestos y todos comercian exactamente lo mismo, lo que se pueda producir en la zona.
Alguna vez, hablando con alguna de esas vendedoras, mi abuelo descubrió una importante lección de mercadeo vial. Tal vez ahora parezca obvia, pero cuando la oí por primera vez me pareció un importante pedazo de sabiduría que me estaban confiriendo.
Esos comerciantes no tienen un precio establecido para sus alimentos. El valor del casabe es directamente proporcional al interés que muestre el comprador. Asumo que también depende de factores como el color de piel, la vestimenta, el acento o el vehículo. Pero sobre todo, y esto es lo que compartió la vendedora al veterano Gerlotti, es que el precio varía en función del sitio en el que se pregunte «¿cuánto?».
Si lanzas la pregunta a través de la ventana, desde el puesto de conductor y con las manos todavía en el volante, te sale buen precio porque porque el comerciante detecta que estás listo para irte a preguntar en otro lado, entonces tiene que darte un monto atractivo. En cambio, si estacionas y te bajas del carro para averiguar, perdiste. Vas a recibir la peor oferta, porque se huele a cinco kilómetros que estas dispuesto a soltar dinero. Una demanda alta y su respectiva consecuencia económica.
Esa es la segunda premisa de mi silogismo: muéstrate desinteresado en la compra. En conclusión, aparenta ser culto y no muestres hambre para recibir el mejor precio.
Conseguir un buen precio
Le pasé un video del problema de mi bici a un amigo, un obsesionado del ciclismo, y me dijo que el problema eran los trinquetes, un término que hasta entonces no había escuchado en mi vida. Y aunque no podría reconocer un trinquete si lo tuviese en frente, lo importante era que el mecánico me escuchase utilizar la palabra en una frase. Para que sepa que hablo el mismo idioma, que soy un conocedor y que, con un kilometraje como el mío, nadie podría aprovecharse.
Y además de comprender el inconveniente de mi nave, no me bajaría para preguntar cuánto cuesta el arreglo. Lo haría a través de la ventana, listo para acelerar hasta el próximo sitio si no me convencía la respuesta. Así que llamé por teléfono.
—Buenas, se me dañaron los trinquetes, ¿cuánto me cuesta arreglarlos?
—¿Los trinquetes? Depende, es díficil decir, tendría que ver. Porque lo que se ha dañado es el núcleo o el [inserte otra parte de la bici]?
Así mi estrategia se fue a la mierda.
—Ah, no sé. Bueno, en un rato me paso por ahí.
Me presenté en el taller con mi bici, vulnerable, después de haber demostrado estar vagando en la inopia; me estacioné a un lado de la carretera y con pinta de turista pregunté en inglés cuántas divisas eran necesarias para conseguir un preciado casabe.
—No, esto que le pasa a tu bici no son los trinquetes. Esto que se dañó aquí es [inserte partes varias]. Para arreglarlo tengo que desmontarlo por completo. Por lo pronto, tengo que cambiar [parte uno], y [parte dos] también. Además, ya está muy gastada la [parte 3].
Y así fue cómo, ya entregado a la merced del señor, la simple reparación de trinquetes se convirtió en una renovación masiva en las que terminé poniéndole a la bici luces intermitentes y airbags.
Ahora que está en tu posesión esta información que comparto, úsala con sabiduría, entendiendo que hay un límite del conocimiento que uno puede fingir tener. Un conocimiento, por cierto, que mi amigo ciclista manejó con bastante confianza al determinar erróneamente el problema.
Tal vez esta anécdota no te sirva para ahorrar dinero en un taller, pero quizás te sea útil si alguna vez quieres comprar cambures en medio de Barlovento.
Gracias por leerme.
Un abrazo.
Jajaj, me gustó. Considero que ésta creencia: "el desconocimiento se castiga y a quien sí sabe no lo joden fácil. O al menos a quien aparenta saber." Hay que desbancarla, si es que no lo has hecho ya.