La habitación blanca
Me desperté desorientado. La resaca que sentía daba testimonio de una noche movida. Tenía náuseas. Observé mi alrededor intentando averiguar dónde estaba, pero no pude reconocer el lugar. Estaba en una pequeña habitación. Completamente blanca. Quise leer la hora, pero mi reloj había desaparecido. Mi teléfono y cartera también. Por la luz que entraba a través de una ventana alta e inaccesible, estimé que debían ser las cinco o seis de la mañana. Hacía un poco de frío. Me levanté de la cama y abrí la puerta. Afuera vi un pasillo que se extendía hasta el infinito. Me encontraba en una especie de hotel.
Cuando encontré las escaleras, bajé a la recepción con la intención de que alguien me diera alguna pista de lo que me había pasado el día anterior, pero no había nadie allí. Salí a la calle y caminé algunas cuadras con el mismo objetivo, pero no tuve éxito. También fallé en reconocer la zona.
Lo de anoche de verdad se había salido de control; ni siquiera recordaba con quién había estado.
Seguí andando, atento a todas las casas, negocios, paredes y ventanas, buscando algún dato que me ayudara a ubicarme, y asumí que era domingo, porque todo estaba cerrado.
Me maldije porque no me venía a la cabeza cómo iba a regresar a casa ni cómo pagaría el retorno.
Un par de manzanas adelante encontré un edificio abierto. Lucía como una antigua catedral. Pensé que allí alguien podría ayudarme.
Entré e inmediatamente sentí algo raro. Me mareé. El sitio, que era mucho más grande de lo que se veía por fuera, apestaba a encierro y flores muertas. Estaba oscuro, apenas iluminado por algunos candelabros.
Hola, dije.
No hubo respuesta.
HOLA, grité.
Pero solo respondió mi eco.
Ese esfuerzo vocal me agotó. Comencé a ver todo blanco y me senté en un banco antes de desvanecerme.
No supe cuánto tiempo había pasado cuando me despertó el cura, un tipo con varios años más que yo. Me ofreció un vaso de agua con azúcar y lo bebí con ganas. Me preguntó quién era; él conocía a todos los del pueblo y sabía que yo era un forastero. Le expliqué lo poco que recordaba y noté que se ponía incómodo, como si el que le estuviese hablando fuese un loco. Se deshizo de mí, invitándome a salir y excusándose en que tenía que preparar el próximo oficio.
En la calle sentí hambre y lamenté no haber comulgado para comer un poco de oblea. El pueblo ahora estaba vivo, las aceras pobladas. Todos vestían de manera anticuada. Con sombreros, trajes y vestidos oscuros. Desandé mis pasos con la esperanza de que el recepcionista ya estuviese en su puesto y me aclarara esta locura.
Con cada paso que daba, la situación se hacía más extraña. Lo que antes me pareció viejo y deteriorado en este momento lucía nuevo y cuidado. Se hacía obvio que estaba caminando en otra época; la gente compraba periódicos en un quiosco como si no existiese Twitter. Me acerqué a un puesto de venta y detallé la fecha de las distintas primeras páginas: 1912. Era tan absurdo que tenía que ser real, porque nadie gastaría tanto presupuesto en una joda. Uno de los diarios reseñaba el reciente hundimiento del Titanic. Estaba en una película y no había cámara ni dirección. No sabía cómo, pero había viajado en el tiempo.
Llegué al sitio en el que había amanecido, pero el hotel ya no estaba ahí. En su lugar había una enorme parcela con un pequeño rancho en el fondo. Seguramente mi alojamiento se construiría décadas adelante. Estaba atrapado.
Al principio me dio mucho miedo. ¿Cómo volvería a casa? Pero luego me emocioné. Siempre había soñado con esa situación. ¿Para qué me devolvería a mi época si en esta todo estaba por hacer? Las posibilidades eran infinitas. Si conocía mi pasado, en realidad tenía conocimiento de mi futuro. Y lo usaría a mi favor. Inventaría el iPhone. Google. Internet. ¡Sería millonario!
Pronto descarté la idea y puteé al aire. No tenía ni idea de cómo funcionaban esas cosas. Sabía usarlas, claro, pero era incapaz de reproducirlas.
Pensé entonces en los eventos deportivos. Si conseguía algún dinero para apostar, podría generar mucha plata. Pero mis conocimientos deportivos no llegaban tan lejos. Tendría que esperar 66 años para recién utilizarlos y alcanzar mi éxito económico aventurándome a afirmar que la albiceleste sería, por primera vez, la campeona del mundo.
Se me hacía muy difícil tener éxito en el pasado.
Y qué se yo, quizás mi destino no era ser un tipo adinerado, sino ayudar a la humanidad. Podía utilizar mi escasa sabiduría para evitar la Gran Guerra. Todavía estaba a tiempo. Podía evitar a Hitler, a Lenin. Hacer algo importante. Solo tenía que contactar a un tal Franz Ferdinand y decirle que se cuide la espalda.
Me acerqué a unos policías que montaban caballos —a quienes vi juzgar mi ropa moderna—. Debía lograr que me llevaran con las más altas autoridades para advertirles de los peligros de mi pasado. Dejaría todo mi conocimiento por escrito (y me haría cargo, por supuesto, de dejarle a mi gente algún botín. Los datos de Messi levantando la copa del mundo después de varios intentos les servirían a mis tataranietos). Les conté atropelladamente a los uniformados mi historia, internalizando, a medida que hablaba, que cada palabra que salía de mi boca me hacía sonar como un perfecto lunático. Ellos, sin embargo, me escucharon atentos. Con verdadero interés. Intercambiando miradas en medio de mi cuento, completamente impresionados.
Entonces usted dice que el hombre pisará la luna» me dijo uno de ellos cuando terminé mi explicación.
Asentí.
Pues yo sé quién estará interesado en oír lo que nos ha contado, me dijo el gordo de bigote, venga, sígame.
Y así fue como terminé en un manicomio atado a una camisa de fuerza. Sedado hasta las pelotas.
Al día siguiente me desperté desorientado. La resaca que sentía daba testimonio de una noche movida. Tenía náuseas. Observé mi alrededor intentando averiguar dónde estaba, pero no pude reconocer el lugar. Estaba en una pequeña habitación. Completamente blanca.