La mutación de mi proceso creativo
Intento hacer memoria y no logro recordar en qué momento se me metió la idea de escribir una novela. Tampoco tengo muy claro por qué terminé decantándome por la historia de Gottfried Knoche. No sé si en un principio manejé varias posibilidades o si siempre supe que escribiría sobre él.
Lo cierto es que desde pequeño, y como buen scout caraqueño, tengo conocimiento del misterioso mausoleo que aún resiste en medio de El Ávila. Y supongo que cuando sentí el impulso de escribir me convencí de que el relato de Knoche era uno que valía la pena contar. Además, de él se había escrito muy poco.
Lo que sí tengo presente, y no por un ejercicio de reminiscencia sino por tener el registro en mi cuaderno, es el modo en que fue mutando mi proceso de creación.
Con una noción superficial de la vida de Gottfried, creé una especie de mapa mental con los distintos temas que quería abordar: la construcción del mausoleo, las momias, su trabajo médico, su emigración… Mi plan era convertir cada asunto en un capítulo y establecer un orden para saber en qué posición iría cada uno.
Por lo que he leído existen no pocos autores que desarrollan sus historias a medida que la inspiración les va llegando. Pero a mí no me sirve improvisar en la redacción. Cuando comienzo a redactar un capítulo tengo que saber no solo cómo va a terminar sino qué es lo que viene a continuación.
Después de establecer una estructura, empecé con la investigación bibliográfica seria. Y enseguida me di cuenta de que ese sistema de división por capítulos que había ideado era completamente obsoleto. No podía dedicar una sección para hablar sobre los estudios universitarios de Knoche y otra para desarrollar la epidemia que había ayudado a combatir. No era posible otorgarles a ambas la misma extensión porque una era mucho más relevante que la otra. Y así, mientras más información encontraba, más importante se hacía el tema del cólera, hasta que se convirtió en el esqueleto de mi novela. Los otros asuntos que había planeado como capítulos terminaron o descartados o absorbidos dentro de otros y transformados en pequeñas anécdotas.
Todo este proceso lo había iniciado en 2019, cuando los tapabocas todavía no estaban de moda, y en ese entonces la biblioteca de la UCAB se había convertido en una gran aliada por ofrecerme títulos tan valiosos. Pero llegó la COVID-19 e impidió la presencialidad, y así perdí la posibilidad de seguir tomando libros prestados.
La investigación se hizo cuesta arriba. Eran limitados los medios que tenía para responder dudas, y eso frenaba mi escritura. De haber redactado una historia actual, no hubiese tenido ese problema porque podría dedicarme a labrar la trama sin dedicar demasiado tiempo a la búsqueda de información (que siempre es necesaria).
Por ejemplo, si quisiese tratar un conflicto de amistades en la época actual, sería fácil para mí situar a los personajes y hacerlos conversar. La escena podría suceder un viernes de pizza y cervezas, y, sin mucha dificultad, podría hacer que uno de los protagonistas haga una confesión cuando uno de los amigos ha ido al baño.
Pero tratar ese evento en el siglo XIX, época en la que se desarrolla mi novela, me obligó a recopilar más datos. Para reunir a unos amigos en una mesa necesitaba saber qué tipo de comidas se ingerían entonces. ¿Existía la arepa?, ¿en qué artefacto cocinaban?, ¿había baños dentro de las casas?, ¿o los personajes tendrían que utilizar letrinas fuera de ellas? En esos detalles que no son realmente relevantes para la historia, pero que son imprescindibles para hacer que esta se mueva, gasté un tiempo considerable. Y a veces la respuesta no era tan sencilla.
Ese bloqueo me hacía sentir mal; si me sentaba a escribir y apenas lograba sumar diez palabras al texto, terminaba incómodo por saber no estar avanzando lo suficiente como para terminar el manuscrito pronto; y cuando decidía no escribir, para evitar esa frustración, también me sentía decepcionado por tener la seguridad de que así no habría forma de culminar la novela.
Durante el tedioso proceso me preguntaba por qué carajo me había metido en un proyecto así, tan complicado para mí. Quizá si me hubiese propuesto aprender a tocar guitarra habría sido más feliz, porque los pasos que hay que seguir para alcanzar la meta están establecidos y tienen un orden claro. En cambio, no tenía un manual para autores noveles.
Pero nunca abandoné porque el sentimiento de fracaso hubiese sido peor. No quería dejar un trabajo inconcluso, y menos a uno al que ya le había dedicado tanto tiempo. Y poco a poco terminé. Y la satisfacción de ese logro me dejó con ganas de seguir creando.
Todavía no tengo claro cómo escribiré la próxima novela. Tengo en mente varios temas, pero todavía debo aterrizarlos y convertirlos en ideas concretas para luego ver como entrelazarlos y forjar una estructura. Tal vez termine escribiendo algo completamente distinto a lo planeado inicialmente, pero necesito esa piedra angular que me permita iniciar el proceso de mutación.
Cadáver eterno es la historia de Gottfried Knoche, un médico prusiano que se instala en La Guaira a mediados del siglo XIX, justo cuando la epidemia del cólera causa estragos en la ciudad. Y mientras el mal atraviesa los cordones sanitarios y se abre paso por la nación, Gottfried, quien desde pequeño había mostrado interés por la muerte, pretende desarrollar un método sencillo y discreto para embalsamar cadáveres; una sustancia que le permitirá momificar sin necesidad de abrir los cuerpos y extraer sus entrañas.