Un viaje al futuro de Eurasia
Estoy en la capital de Kazajistán, una ciudad de ciencia ficción
Son las cuatro de la mañana y el día ya es claro en Kazajistán. Nunca había estado tan lejos de casa. Los kayaks no dejan de fluir por el río Ishim, el cauce que separa a la capital, Astaná, en dos. En la margen derecha se encuentra el casco histórico de la ciudad, donde se aprecian edificios y monumentos de la época en la que este país vivió bajo el yugo soviético. En la margen izquierda se erige un panorama distinto; rascacielos modernos y construcciones extravagantes protagonizan el paisaje.
Estoy en esta ciudad futurista por invitación de la Embajada kazaja para cubrir un foro que busca posicionar al país como un actor estratégico en la escena internacional. Me acompaña un diverso grupo de periodistas de distintas partes del mundo. «¿Qué tal Maduro?», me pregunta una palestina que vive en Qatar al enterarse de que soy venezolano. «Nosotros en Oriente Medio lo amamos».
Lo bueno de este tipo de viajes es que salen gratis. Lo malo es que conllevan compromisos ineludibles que impiden que tu agenda sea realmente tuya. Y yo lo que quiero es alejarme rápidamente del grupo para conocer la ciudad. Solo y a mi ritmo.
Por la noche le pido a la recepcionista del hotel que me recomiende un restaurante, y sus instrucciones me conducen a un italiano… Pero no vine a esta parte del mundo para cenar una pizza. Quiero comida local, así que sigo caminando para ver qué puedo conseguir.
Lejos del wifi del hotel no tengo conexión. Nadie puede contactarme ni tampoco saber dónde estoy, y eso me gusta, pero tampoco puedo buscar en internet alguna recomendación culinaria. Andando, paso por algunos restaurantes, pero todo el menú está en ruso o en kazajo y la gente no habla inglés.
Hace calor, tengo hambre y mañana el día vuelve a comenzar temprano, así que me dejo de exquisiteces y pienso meterme en el próximo restaurante que vea y pedir algo aleatoriamente. Paso por un McDonalds y lo pienso dos segundos. Pero no vine a esta parte del mundo para cenar una hamburguesa.
Me meto en el siguiente y le pido a la camarera que está detrás de la barra que me recomiende un plato local, una buena carne de caballo. Pero se va sin decir nada y vuelve al minuto mostrándome una traducción con Google Translate: «En cinco minutos viene un chico que habla inglés». Un tipo que me dirá que este es un restaurante europeo, no de comida kazaja.
Maldigo por dentro. Vine a esta parte del mundo, y estoy cenando unos espaguetis con intenso sabor a derrota gastronómica.
Durante la sesión inaugural del foro, el presidente kazajo, Kassym Jomart Tokáyev, se refirió a los numerosos conflictos armados que asolan el mundo, pero evitó mencionar alguno en particular, como el que perpetra su vecino ruso, con quien comparte la segunda frontera más larga del mundo, después de la que divide a Estados Unidos y Canadá. Por eso Kazajistán actúa con prudencia.
Esta es una nación gigantesca. Con casi 3.000 millones de kilómetros cuadrados, es la novena más grande del mundo. Es seis veces el tamaño de España. Pero su densidad poblacional es baja; apenas 20 millones de personas pueblan estas extensas tierras. Menos de la mitad que las que hacen vida en territorio español. Y eso representa una vulnerabilidad.
Aunque Kazajistán mantiene buenas relaciones con Putin, quien visitó Astaná recientemente, también evita respaldarlo abiertamente y, quizás reflejándose en el espejo ucraniano, se niega a reconocer los territorios ocupados por Rusia. La neutralidad de Astaná es estratégica. No quiere entretenerse en conflictos. Está centrada en hacer negocios. Y aprovecha las sanciones internacionales que pesan sobre el Kremlin para presentarse como un socio alternativo, especialmente para países y empresas que buscan mantener vínculos con Eurasia sin violar las restricciones impuestas a Moscú.
Esta nación de mayoría musulmana es una república joven. Tanto así que una estudiante kazaja (una becaria del Ministerio de Asuntos Exteriores) que nos acompaña durante una visita turística se sorprende cuando le comento que el periódico para el que trabajo tiene más de 120 años. «Nosotros apenas nos independizamos en 1991, me cuesta imaginar que un medio sea tan longevo».
Desde que Kazajistán soltó la mano de la Unión Soviética, pocos días antes de su defunción oficial, solo dos personas han asumido la presidencia del país. La primera de ellas, Nursultán Nazarbáyev, gobernó durante 28 años, hasta que cedió el mando en 2019. Para ese entonces, ya había erigido un sólido sistema ‘superpresidencialista’ alrededor de él. A tal punto que la capital fue rebautizada con su nombre. Sin embargo, el país fue sacudido por violentas protestas en enero de 2022, originadas por el aumento del precio del gas, pero convertidas en críticas generalizadas contra la corrupción y la concentración de poder del primer presidente. El saldo fue mortal: 238 muertos y miles de detenidos.
En respuesta, el presidente Tokáyev lanzó un paquete de reformas que devolvieron competencias al Parlamento, establecieron un único mandato presidencial, no renovable, de siete años y revirtieron el nombre de la capital a Astaná. Son pasos que el país da en dirección a un fortalecimiento de la estabilidad institucional y la separación de poderes, aunque algunos critican que sean medidas insuficientes.
Esta joven exrepública soviética sigue en plena construcción, y lo hace a pasos agigantados. Su ambición se palpa en Astaná, repleta de grúas. Edificios de ciencia ficción siguen alzándose a lo largo y ancho de la ciudad. Aunque, a diferencia de las películas futuristas, este lugar no está abarrotado de gente ni presenta una alta densidad urbana. Las dimensiones son enormes y las distancias entre un punto y otro, largas. Todo queda lejos. Como lejos queda Madrid, que aún no está conectada con vuelos directos; desplazamientos de entre doce y catorce horas separan ambas capitales.
Aun así, la ciudad está llena de vida. A las nueve de la tarde, cuando el día comienza a desfilar hacia la noche, los espacios públicos se animan. Las orillas del río Ishim se colman de hombres y mujeres que lanzan sus cañas al agua. Las parejas se sientan en los bancos para ver el atardecer mientras grupos de jóvenes musicalizan la escena con sus dombras –instrumento típico– a lo largo de la ribera. Bares y restaurantes también se llenan de esta población que mezcla rasgos kazajos y rusos, y que encarna el pulso de un país decidido a convertirse en una ventana hacia el futuro.
Qué bueno es leerte Andrés! Espero que sigas disfrutando y que consigas comida local 😆
Como siempre tus descripciones son vivibles. Durante un ratito estuve en Kazajistán. Muy interesante el trabajo que te tocó realizar. Siempre avanzando. Te felicito!