Día 1: Firulais
Varios seguidores alrededor del globo me han estado preguntado a través de mis redes sociales: «Andrés, ¿qué es de tu vida?, ¿qué estás haciendo?». Así que, a petición del público…
No, mentira.
Siempre había querido decir eso y enseguida soltar una información que nadie pidió, pero haciéndome el solicitado. Como hacen los famosos.
Lo cierto es que quería dedicar los próximos textos a narrar un poco mi experiencia a modo de diario personal.
Para los que no me conocen o no están al tanto, soy un venezolano que reside en Madrid. Una historia, como la de tantos millones de coterráneos, que comienza con el aleteo de una pequeña mariposa apellidada Caldera.
A esta urbe llegué hace pocos meses, y nunca antes había habitado en un lugar que mantuviese un mínimo nivel de civilización, así que todo es nuevo para mí. No solo el clima o la cultura, sino hasta el modo de vivir.
Incluso la zona en la que me asenté es distinta. Es más comercial que esa en la que vivía en Caracas. Y eso está bueno porque tengo todo a mano: bares, farmacia, frutería, zapatería, óptica y hasta agencia de viajes para la gente que no sabe usar Google. Aunque la mayor ventaja es no tener que desplazarse tantas manzanas para poder hacer mercado.
Toda la cuadra es así: edificios residenciales con negocios en la planta baja. Exceptuando la casa que tengo justo al otro lado de la calle. Que es muy bonita, por cierto.
Por su aspecto, puedo inferir que el dueño se rehusó a vender el terreno cuando los modernos edificios se erigieron a su alrededor. Y se habrá negado a entregarlo para nada porque, omitiendo a los gatos que maúllan todas las noches, la casa parece abandonada; las ventanas están tapiadas y sus paredes grafiteadas. No sé, quizás el dueño quiso conservarla para sus descendientes y luego no hubo herederos que pudiesen mantenerla. Algo que me hizo pensar en cuál hubiese sido el destino más sensato ¿conservar la pieza arquitectónica plantada allí hace décadas, o despegarse y disfrutar de su cosecha?
Pero me estoy yendo por las ramas.
Mi apartamento está en una primera planta. Esto puede ser algo negativo para aquellos a quienes les molesta el ruido, pero también algo positivo para los que quieren no solo ver sino escuchar cosas. Venga, tío, que te lo digo yo: en el mercado del cotilleo, pisos como el mío cotizan por lo alto.
Así me enteré, por ejemplo, por una conversación que sucedía justo bajo mi ventana, que a unas calles habían apuñalado a un chamo en su hogar. Algún conflicto de bandas latinas, según mencionaron quienes conversaban. Y la otra noche fui testigo de cómo un chino que apenas hablaba español intentaba comunicarse con la policía por teléfono y le pedía ayuda para sacar a una prostituta que se negaba a abandonar su habitación.
Pero esa cercanía que resulta buena para el chisme es un arma de doble filo. Porque cuando cae la noche, desde la calle oscura se ve toda la casa, que está iluminada, y eso me obliga a cerrar las cortinas para mantener algo de privacidad.
Hoy, precisamente cuando estaba impidiendo la visión del exterior, di un breve vistazo a la calle y vi un perro sentado frente a la casa abandonada. En ese momento no me pareció nada extraño porque aquí muchas mascotas pasean sin correa. Entonces pensé que podría estar esperando a su dueño, que estaría algunos pasos más atrás. Pero después de veinte minutos me asomé para ver si la frutería estaba abierta y el can seguía allí.
Lloviznaba, así que desistí de las compras, pero quería hacer algo por el perro. Entonces bajé, me acerqué a él y vi que tenía collar, aunque no placa de identificación. Ahí mismo comenzó a llover con fuerza y, como se veía manso, lo agarré y lo traje hasta la puerta de mi edificio para protegernos del agua.
Me quedé allí algunos minutos, pero nadie vino a buscarlo. Tampoco pretendía esperar demasiado tiempo porque hacía frío y me daba lástima dejarlo ahí sólo así que lo subí a casa.
Mientras escribo esto, lo tengo acostado sobre una cobija que le puse en la sala.
Momentáneamente lo he bautizado como Firulais, que es el nombre genérico que le otorgamos a todos los perros de la calle y que, como dato curioso, deriva de la expresión “free of lice”, o «libre de piojos».
Mañana voy a llevarlo a algún veterinario para que le lean el microchip. Aquí no es obligatorio, pero la mayoría está acostumbra a ponerle ese pequeño dispositivo a su mascota para identificarlas.
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