Día 8: El caserón
Como les comenté, al día siguiente de encontrarme a Firulais lo llevé a una veterinaria, pero lamentablemente no tenía microchip que pudiese ser leído. La única información que allí me ofrecieron fue que, a juzgar por la dentadura del mestizo, debía tener aproximadamente doce años. Dato que no me sirvió para nada porque yo lo que pretendía era averiguar quién era su dueño.
En el fondo temía que su anonimato fuese una posibilidad. Por eso la misma noche en la que lo encontré había analizado las opciones que ahora me enumeraban las chicas de la veterinaria. En primer lugar, podía contactar a las autoridades del ayuntamiento para dejarlo en la perrera municipal, pero esa idea ya la tenía descartada; no me agradaba saber que, si nadie lo reclamaba, lo sacrificarían. Según había averiguado, en España, nada más en 2020, más de 250.000 animales fueron abandonados. Y tal vez Firu formaría parte del conteo del 22.
También podía comunicarme con algunas asociaciones protectoras de animales. Esa era mi opción preferida porque ellas se encargan de encontrarles hogar y no los ponen a dormir. Pero después de algunas llamadas, la veterinaria me dijo que no había plazas disponibles en los distintos refugios.
Así que solo pude hacer una cosa: me lo quedé. Pero me aseguré de que un par de esas organizaciones animalistas me ayudaran a gestionar su adopción, porque mantener un perro es una carga monetaria y de tiempo que en este momento no puedo asumir.
Regresé a casa con el perro y en el pasillo me encontré con la vecina de la puerta 4, una viejita súper amable que siempre tiene un chisme a mano. Me preguntó por el peludo y le eché todo el cuento. Pensé que podría ayudarme a difundir la noticia, pero rápidamente se olvidó de la mascota y comenzó a hablarme de aquel caserón frente al cual lo había rescatado y a lamentarse por su actual estado.
Yo no soy tan sociable, quería por fin llegar a mi hogar, pero no encontraba cómo cortar la conversación, y enseguida quise escuchar todo el relato. Ella, que ha vivido las últimas tres décadas en este domicilio, había sido testigo en primera fila de lo que ocurrió.
Según me dijo, en aquella edificación vivió durante varias generaciones una familia de apellidos transcendentales: los Ayala. Gente adinerada y de gran importancia dentro del mundo de la cultura y la política madrileña. Hasta que, hace como quince o veinte años, el linaje abandonó el inmueble en medio de una tragedia que conmovió a la ciudad.
Los culpables fueron algunos de esos emprendedores que nacen en las incubadoras de start-ups criminales llamadas cárceles. Un par de joyitas que se habían conocido al tener que compartir celda en prisión. Uno por asalto a mano armada y el otro por violación. Allí ambos forjaron una amistad y planearon su próximo negocio, que consistía en asaltar la casa de los Ayala. El abusador sexual había trabajado como personal doméstico de la mansión; conocía el lugar por dentro y todos sus movimientos.
Pero su socio, que por ladrón pagaba una condena menor, no esperó a que el violador también saliera en libertad y decidió ejecutar el plan solo para quedarse con todo el botín. Pero el atraco se torció y se convirtió en una masacre.
Se podrán imaginar que en este punto yo dudaba de la veracidad de la historia de la vieja, porque ¿cómo esa señora iba a saber tantos detalles? Pero luego lo busqué en internet y aparentemente todo era cierto. Era una familia que hacía mucha vida social, y la prensa se había encargado de exprimir y documentar su historia.
No se sabe exactamente cómo sucedieron los hechos porque la policía no quiso hacer mucho ruido con el caso, pero el resultado visible fue tan tajante como aterrador: tres muertos a punta de balazos.
La noche del asalto, al escuchar ruidos, el padre de la familia se armó con la escopeta que utilizaba para cazar y le hizo frente al intruso. Abatió al criminal, pero en el intercambio de balas murieron su esposa y su hija de 19 años. Los únicos supervivientes fueron el señor Ayala, alcanzado por un plomazo en el brazo, y su hijo menor, un niño de ocho años.
Después del episodio, lo que quedaba de familia abandonó aquello que había sido su hogar y desaparecieron de la cosa pública. Habrán querido alejarse todo lo posible de aquella catástrofe.
En YouTube hay un video de él de la última declaración que hizo a los medios en las afueras de una comandancia policial. En la filmación un periodista le pregunta a Ayala si encontraba algo de paz habiendo hecho cumplir la justicia con sus propias manos. Y él con voz temblorosa responde: «¿Justicia? Yo no impartí justicia. Justicia hubiese sido que mi familia pudiese continuar con su vida. Que mi hija terminara la universidad. Pero no. Lo que hice, y es algo que lamento haberme visto obligado a hacer, podría llamarse ajuste de cuentas. Y, aun así, considero que la deuda no está saldada. No hay manera de que haberle dado muerte a ese malnacido compense el dolor que mi hijo y yo estamos sufriendo ahora».
Consumir toda esta información fue bastante abrumador para mí porque es una historia que forma parte de la arquitectura que veo todos los días a través de mi ventana. Un evento que seguramente presenciaron los antiguos inquilinos de mi apartamento tal como lo hizo mi veterana vecina.
Postdata:
Ya comencé a difundir la foto de Firulais y pegué unos cuantos papeles con mi número en varias cuadras aledañas.
Ahora lo voy a pasear porque en este momento le estoy viendo las intenciones; ayer me tardé en hacerlo y se meó en la sala el muy hijo de perra.
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