Día 15: La despedida
Entiendo que uno debe adaptarse al lugar en el que está y que los significados de las palabras pueden variar, pero algunos lo fuerzan demasiado. «¿Cómo que “coge el móvil”, Víctor?, si yo te conocí en Maripérez», le dije a mi amigo antes de atender la llamada de aquel número desconocido.
Era el dueño de Firu, por fin.
Quedamos en vernos esa tarde en un parque ubicado cerca de casa. Fue a través de las redes sociales de una de estas protectoras de animales que supo de mí.
Al encontrarnos, él, Arturo, estaba tan apenado como agradecido. Me explicó que fue recién al día siguiente que notó la ausencia de su mascota porque esa noche había estado lleno de trabajo y con la cabeza dispersa. Le dije que no tenía por qué excusarse conmigo y, contento de haber cumplido mi buena acción del día, me fui. Ellos se quedaron paseando.
En casa miré con detenimiento los restos de un zapato que había sido destrozado a punta de mordiscones y aun así lamenté saber que no volvería a ver a ese perro malcriado al que ya le había agarrado cariño.
Y lo vi otra vez por la ventana.
Andaba sin correa. No podía creer que se hubiese escapado de nuevo. Se detuvo exactamente en lugar en el que lo había encontrado. Enseguida llegó su dueño y comprendí que estaba todo menos extraviado. Y, para mi mayor sorpresa, el tipo sacó un llavero y abrió sin dificultad la verja de la casa ¿abandonada?
Una vez dentro de la parcela, no ingresaron a la mansión por la puerta principal, que estaba visiblemente trancada con cadenas, sino que la bordearon y los perdí de vista cuando llegaron hasta el patio trasero. Probablemente habría allí otro acceso. Pero ¿quién era aquel sujeto? No tenía pinta de ser un sintecho, y tampoco un ladrón porque no había forzado la entrada.
Volví a buscar la historia de la familia Ayala y leí de nuevo el nombre del niño superviviente: Arturo. ¿Sería el dueño del perro el mismo Arturo Ayala? Por la edad que le estimaba, era completamente posible. Busqué en Google para ver si lograba encontrar alguna foto del infante y así compararla con el rostro del hombre con quien había hablado hacía unos minutos, pero no pude hallarla.
Lo que encontré fue una nota, fechada cinco años atrás, de un pequeño medio andaluz en la que se reseñaba la muerte del viejo Ayala. Supuse entonces, por la ubicación del periódico, que después de la masacre la familia había terminado asentada en el sur de España.
Revisé con profundidad ese portal y descubrí que uno de los culpables del crimen, el violador que había permanecido en prisión, había salido en libertad el mes pasado. Ningún otro portal replicaba la noticia, así que, o algún Ayala trabajaba en ese diario o algún longevo periodista todavía seguía aquella historia que tanto interés provocó a Madrid en el pasado.
Se formaron en mi cabeza varias ideas que despertaron mi curiosidad. Quería hablar con mi muevo vecino Arturo, pero no podía simplemente tocar su puerta y pedirle que me echara todo el cuento. Eso pudiese parecer algo grosero e invasivo. Lo más prudente sería abordarlo un día en la calle con la excusa de saludar a Firulais, que en realidad respondía al nombre de Hades, y tocar sutilmente el tema. Sin embargo, estuve atento todos estos días, y no lo he vuelto a ver.
Postdata:
Estas semanas el nombre del violador aparece de nuevo en la prensa, pero es a raíz de la denuncia que está haciendo su hermano: el exconvicto ha desaparecido. El familiar culpa a los miembros de una banda latina con la que el criminal siempre mantuvo conflictos dentro de la cárcel. Pero yo, que puedo ver tierra removida en el jardín de enfrente, creo que su teoría está errada; si se trata de un ajuste, es otra la cuenta saldada.
A partir de ahora, por mi seguridad, dejaré de escribir sobre el tema.
Si me preguntan, lo cierto es que no he visto nada.